Durante la Guerra de España de 1936 y a su finalización, en 1939, varios miles de funcionarios/as públicos/as se enfrentaron a la peor de las pruebas posibles: sortear los expedientes abiertos por el franquismo contra miles de ciudadanos/as inocentes, cuyo único delito había sido simpatizar con la causa de la libertad.
Ya en 3 de septiembre de 1936, un decreto de la Junta de Defensa Nacional exigía que todos los funcionarios o empleados públicos se incorporasen a sus puestos, bajo amenaza de ser declarados cesantes. Y en diciembre de 1936 se regula la depuración de todos los funcionarios, «sin que las resoluciones de esta clase puedan ser impugnadas ante la jurisdicción contenciosa».
A lo largo de 1937-1938 se dictaron numerosas órdenes para precisar el alcance de la depuración de los funcionarios/as (catedráticos, maestros/as, jueces y magistrados, funcionarios/as de ministerios, diputaciones, RENFE, Correos…). Pero será poco antes de finalizar la guerra cuando se promulgue la ley de 10 de febrero de 1939 en la que se fijaron las normas para esa depuración.
El objetivo de la dictadura era “limpiar” la Administración pública de todas aquellas trabajadoras y trabajadores que no hubiesen estado de su lado, y así fue. La ley se extendía a la generalidad de las empleadas y empleados públicos y a todas las áreas de la Administración pública para sancionar su conducta política. Se puso en marcha la maquinaria depuradora, comenzando en marzo de 1939 a nombrar a los jueces instructores para cada sector funcionarial, iniciándose un proceso que se mantendría abierto hasta 1975.